Je ne t’aime pas pero te quiero

Llevo 3 años viviendo en el extranjero, un periodo en el que he vivido muchas experiencias que me han hecho comprender mi rol como inmigrante. Pertenezco a ese grupo de afortunados que, a pesar de no compartir nacionalidad o acento, comparto color de piel y unos estándares culturales y sociales parecidos con mi país de acogida por lo que, salvo cuando abro la boca, paso desapercibido.

El problema viene al hablar. Tengo amigos franceses y de otros países con los que me comunico a diario en francés. Me expreso y me entienden pero mis bromas son menos graciosas, mis ocurrencias menos originales y mis argumentos menos convincentes porque están contaminados por un acento. Un detalle que puede pasar a veces como algo «mono» o simpático pero que supone un hándicap en mi día a día que, a estas alturas, sé que me acompañará toda mi vida en este país.

Pero nada en este tiempo me ha jodido tanto como descubrir que solo sé querer en español. Porque si ya es una batalla mantener una conversación con un amigo acostumbrado a escucharte, imaginad con alguien a quien quieres expresar matices como respeto, admiración y amor. Imaginad por un segundo la angustia que supone buscar acercarte al 80% de lo que podrías expresar en español, sabiendo que en ese 20% está quizás el matiz necesario para acabar convenciendo de que tus palabras son algo más que un piropo gratuito o un comentario desenfadado. Que detrás de la felicitación por un nuevo trabajo hay admiración y no un acento. Que cuando te digo que estás muy guapa hay sinceridad y no un recurso de amante español. Que cuando te digo que haría lo que fuera porque nos haya bien hablo en serio y no de un manera «cuqui». Todo ello viene con ese acento o falta ortográfica que resta credibilidad al discurso y alimenta mi impotencia.

Así que aquí estoy. Maldiciendo en español que este sea mi único lenguaje para querer y ni siquiera tener la certeza de hacerlo bien así.

Tant pis.

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